25 diciembre 2014

Un beso al alba

Anna Casanovas continúa escribiendo historias con las que consigue hacernos soñar. Ya pudisteis comprobar en anteriores entradas de esta sección —Saltar al vacío, Sin miedo a nada, Donde empieza todo— que argumentos sobran para esta afirmación. Pero aquí tenéis más motivos.

Bradshaw Verlen es el paradigma del sueño americano en el Nueva York de Edith Wharton, más de La casa de la alegría (The House of Mirth, 1905) que de La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1920). Pero nada tienen que ver el carácter y la voluntad de este joven ingeniero e inventor con los de Lawrence Selden o Newland Archer. Al menos, no en un principio.

Verlen es de origen humilde, pero ha logrado enriquecerse gracias a su intelecto y al trabajo duro en una ciudad llena de oportunidades que está en plena expansión. Pero eso también ha atraído a muchas personas en busca de negocios más o menos lícitos y ha creado una sociedad de aristócratas europeos venidos a menos que han buscado las fortunas de los plebeyos neoyorquinos a cambio de sus títulos en alianzas matrimoniales.

Un beso al alba, imagen de cubierta

Una atmósfera de falsedades donde la integridad y la inocencia son devoradas como aperitivo antes siquiera de pasar al comedor para degustar la cena. Y Bradshaw Verlen lo tuvo que aprender a través de sus propios desengaños.

Ahora, en la treintena, se define como un hombre receloso de las intenciones de los demás. Es consciente de que todo el mundo en Nueva York lo conoce y sabe quién es, por lo que recibe un trato diferente que lo mantiene aislado, ya sea por respeto, por avaricia ajena o por simple envidia.

Y ahí es cuando entra en escena Lady Ashe, Katherine. Kate es una joven irlandesa que ha llegado a Nueva York, junto con su madre, precisamente para buscar un marido que pueda salvar sus tierras, el ducado de Kildare, y los negocios que están vinculados a ellas. Su padre falleció dejando montones de deudas y ella, le deja bien claro su madre, es la única que puede salvarlo todo. Debe hacerlo, por el bien de su abuelo, los trabajadores y los caballos que forman parte de su legado.

“Katherine Ashe odiaba América. Odiaba los motivos que la habían llevado hasta allí. Ella quería volver a Irlanda y estar con su abuelo, pasear por las colinas, leer junto a la chimenea, cuidar de su gente. La casa de la señora Sweets necesitaba urgentemente arreglar el tejado, la del señor Abbot, unas ventanas nuevas. El pozo del pueblo tenía que volver a funcionar sin poner en peligro la vida de nadie.”

Kate, como la condesa Olenska, pertenece a la aristocracia europea más perjudicada por los constantes cambios y reorganizaciones políticas y administrativas a fuerza de guerras e invasiones. Y tanto ellas dos como la propia Lily Bart necesitan ayuda, aunque no van a esperar a que nadie las salve. Y por eso las tres, en sus correspondientes novelas, serán juzgadas a través de los prejuicios de una sociedad injusta y por personas carentes de valor en el momento decisivo.

La edad de la inocencia (1993), película de Martin Scorsese,
con Michelle Pfeiffer y Daniel Day-Lewis

Obviamente, Bradshaw y Katherine están destinados a encontrarse. Si hubiese sido una novela de las catalogadas como contemporáneas, los lectores conocerían a Shaw en una de esas fiestas en una mansión con piscina —aunque sea invierno— y antorchas en el jardín en homenaje al anfitrión por su cumpleaños, Darius Postgate, el generoso mecenas de Verlen. Y Kate se cruzaría con él en un supermercado al que hubiera ido a por un ingrediente o un producto de última hora, con la ropa de estar en casa, mientras el chófer de la familia del ático donde se aloja la espera con el Mercedes en la calle. Bradshaw volvería de hacer deporte, correr quizás, y llevaría ropa apropiada para ello, vieja y cómoda, nada de marca.

Pero… recordemos, es el Nueva York de las novelas de Edith Wharton y lo que espera a Lady Ashe es un carruaje con su dama de compañía y de donde vuelve Shaw es de trabajar en el molino.

La casa de la alegría (2000), dirigida por Terence Davies,
con Gillian Anderson y Eric Stoltz

Un tropiezo, pero no en el pasillo de los congelados, sino en el mercado de las flores y, de pronto, ambos se ven en los ojos del otro justo como desean ser: anónimos, sin más carga que la de un día de faena en casa de sus señores. Eso, unido a una innegable atracción, hace que se citen una vez más. Y, aunque ella mantiene una lucha interna porque sabe que tiene la obligación de casarse con alguien rico y no por amor, se permite soñar, probar a qué sabe ese tipo de sentimientos a los que le va a tocar renunciar.

Ambos buscan sentimientos, sensaciones e intenciones sinceras y genuinas, pero ninguno de los dos es honesto con el otro. Aún así vuelven a quedar una y otra vez, tratan de conocerse como seres humanos, personas ajenas a un nombre o una posición.

Entonces, pasa lo que tiene que pasar. ¿Qué? Leed Un beso al alba (Vergara, 2014) y lo sabréis, porque esto solo es el planteamiento. Son más de 300 páginas divididas en 25 capítulos y hay más personajes, aunque el protagonismo de Shaw y Kate sea indiscutible. De hecho, hay toda una galería de ellos que, con suerte, volveremos a encontrar en próximas novelas y a otros que ya hemos conocido antes, como a Ian Harlow y Olivia de Un beso a oscuras (Zafiro, 2012).

A lo largo de Un beso al alba, se va cambiando la persona y la voz narrativa, característica que ya se está convirtiendo en marca propia de Anna Casanovas. Eso hace que el lector sienta más cercanos a los personajes en ciertas escenas. Pero, entonces, ¿por qué introducir la tercera persona y el pasado? Porque ese contraste repentino, ese cambio de perspectiva es el que potencia la sensibilización y refuerza la capacidad de conmover por empatía. El lector está siendo testigo de la historia desde fuera, como algo que ya sucedió y sin conocer a los implicados. Pero, de pronto, escucha la voz de Kate contándole lo angustiada que está por al tener que cumplir con la obligación moral que la ata.

“¿Qué he hecho?
Lo que tenía que hacer, lo sé, pero siento una garra atrapándome el pecho que no me deja respirar. Me dudan las manos. Me palpita el corazón.
Y en mi mente no dejo de ver el rostro de Shaw diciéndome que pasara lo que pasase quería verme una vez más. Aunque fuera para decirle que era la última. Una última vez para despedirnos.”


Antes, la comparación con una historia o una novela contemporánea se debía a que, en realidad, los problemas que acosan a Kate y el recelo que siente Shaw son aplicables a cualquier época. Todavía hoy se continúa haciendo lo que se debe antes de lo que se quiere. Y a quien no lo hace se lo juzga como egoísta y poco solidario, hasta conseguir que se sienta culpable y sea infeliz. Aún se sigue mintiendo y ocultando cómo y quién se es a la persona que es objeto de interés romántico por temor a ser descartado, rechazado o utilizado. Y, por supuesto, el orgullo continúa cegando a la humanidad.

Estas navidades no dejéis de leer,

@rpm220981
rpm.devicio@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Eres libre, ¿no? ¡Pues, opina!