16 abril 2015

El libro de los abrazos - Eduardo Galeano

Existen personas capaces de construir magia al unir las palabras. No son exactamente aquellos que el mercado llama “escritores”, sino unos pocos individuos dotados con el poder de expresión necesario para transmitir aquello que alimenta el espíritu y la imaginación del mundo sin esperar nada a cambio, ni voto ni devoción. Eduardo Galeano fue uno de ellos.

La pasión de decir II

 

            Ese hombre o mujer, está embarazado de mucha gente. La gente se le sale por los poros. Así lo muestran en figuras de barro, los indios de Nuevo México: el narrador, el que cuenta la memoria colectiva, está todo brotado de personitas.

Este autor uruguayo, al que esta semana nos tocaba despedir, era conocedor del poder de las palabras: estructuran pensamientos, unen y separan vidas, crean, delimitan o destruyen mundos; nacen sentimientos, arrancan emociones, terminan y empiezan…

 

Celebración de la voz humana I

 

            Los indios shuar, los llamados jíbaros, cortan la cabeza del vencido. La cortan y la reducen hasta que cabe en un puño, para que el vencido no resucite. Pero el vencido no está del todo vencido hasta que le cierran la boca. Por eso le cosen los labios con una fibra que jamás se pudre.

Es considerado uno de los escritores más representativos de la literatura latinoamericana actual, pero el premio que lo llevó a Suecia en 2010 no fue el Nobel, sino el Stig Dagerman. Sin duda menos conocido a nivel internacional, pero no por ello menos prestigioso, puesto que se les concede a aquellos autores que en su obra muestran “la importancia de la libertad de la palabra mediante la promoción de la comprensión intercultural”. Las razones del jurado que le otorgó el premio fueron que estuvo “siempre y de forma inquebrantable del lado de los condenados, por escuchar y transmitir su testimonio mediante la poesía, el periodismo, la prosa y el activismo”.

Nochebuena

 

            Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua.
            En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar.
            Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo queda en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón; se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás. En la penumbra lo reconoció. Era un niño que estaba solo.
            Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso.
            Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
            —Decile a... —susurró el niño—. Decile a alguien, que yo estoy aquí.

En 1973, durante el golpe de Estado del 27 de junio en Uruguay, Eduardo Galeano, entonces con 33 años, fue encarcelado y posteriormente exiliado. Un par de años antes había publicado Las venas abiertas de América Latina, prohibido por los gobiernos chileno, uruguayo y argentino, donde realizaba un análisis de la historia del continente desde la época de las brutales colonizaciones europeas hasta la actualidad y ponía de manifiesto la constante esquilmación de los recursos naturales que estaban llevando a cabo Estados Unidos y Reino Unido.

Los nadies

 

            Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
            Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
            Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
            Que no son, aunque sean.
            Que no hablan idiomas, sino dialectos.
            Que no profesan religiones, sino supersticiones.
            Que no hacen arte, sino artesanía.
            Que no practican cultura, sino folklore.
            Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
            Que no tienen cara, sino brazos.
            Que no tienen nombre, sino número.
            Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
            Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

Desde 1987 hasta 1989, ya de vuelta en Montevideo, formó parte de la Comisión Nacional Pro Referendum, en un intento por revocar la Ley de Caducidad de la pretensión punitiva del Estado. Esta ley había sido aprobada a finales de 1986 para evitar cualquier tipo de juicio contra los crímenes y abusos producidos durante la dictadura militar que se apoderó de Uruguay desde 1973 hasta 1985.

La cultura del terror II


            La extorsión,
            el insulto,
            la amenaza,
            el coscorrón,
            la bofetada,
            la paliza,
            el azote,
            el cuarto oscuro,
            la ducha helada,
            el ayuno obligatorio,
            la comida obligatoria,
            la prohibición de salir,
            la prohibición de decir lo que se piensa,
            la prohibición de hacer lo que se siente
            y la humillación pública
            son algunos de los métodos de penitencia y tortura tradicionales en la vida de familia. Para castigo de la desobediencia y escarmiento de la libertad, la tradición familiar perpetúa una cultura del terror que humilla a la mujer, enseña a los hijos a mentir y contagia la peste del miedo.
            —Los derechos humanos tendrían que empezar por casa —me comenta, en Chile, Andrés Domínguez.


Un año antes de regresar a su Uruguay natal, publicó el último de los volúmenes de lo que constituiría uno de sus trabajos más conocidos y elogiados: la trilogía Memoria del Fuego. Esta fue escrita y publicada durante el tiempo que vivió en España, y está compuesta por Los nacimientos (1982), Las caras y las máscaras (1984) y El siglo del viento (1986). En ellas, retoma en forma de relatos el tema que se mantendría constante a lo largo de su producción: la historia de América Latina.

Dicen las paredes V

 

            En la Facultad de Ciencias Económicas, en Montevideo:
            “La droga produce amnesia y otras cosas que no recuerdo.”

            En Santiago de Chile a orillas del río Mapocho:
            “Bienaventurados los borrachos, porque ellos verán a Dios dos veces.”

            En Buenos Aires, en el barrio de Flores:
            “Una novia sin tetas más que novia es un amigo.”

Más allá del compromiso que adquirió por su sentir nacional y continental, las denuncias que realizaba entonces caben ahora en muchos países de otros continentes, tanto como lo podían haber hecho en otras épocas quizás ya olvidadas. Ese es, sobre todo, uno de los rasgos que distinguen su obra como universal.

El sistema I

 

            Los funcionarios no funcionan.
            Los políticos hablan pero no dicen.
            Los votantes votan pero no eligen.
            Los medios de información desinforman.
            Los centros de enseñanza enseñan a ignorar.
            Los jueces condenan a las victimas.
            Los militares están en guerra contra sus compatriotas.
            Los policías no combaten los crímenes, porque están ocupados en cometerlos.
            Las bancarrotas se socializan, las ganancias se privatizan.
            Es más libre el dinero que la gente.
            La gente está al servicio de las cosas.

Otra de las características que otorga universalidad a la obra de Eduardo Galeano es el retrato de cualidades intrínsecas al ser humano potenciadas de forma negativa por una forma de gobierno que olvida la naturaleza de hombres y mujeres como seres vivos pensantes para convertirlos en elementos productores de beneficios.

 

El hambre II

 

            Un sistema de desvínculo: El buey solo bien se lame.
            El prójimo no es tu hermano, ni tu amante. El prójimo es un competidor, un enemigo, un obstáculo a saltar o una cosa para usar. El sistema, que no da de comer, tampoco da de amar: a muchos los condena al hambre de pan y a muchos más condena al hambre de abrazos.

Pero no todo fue lucha social y crítica contra la injusticia, el desamparo y las políticas explotadoras y abusivas. En su obra también quedaron patentes sentimientos íntimos, a veces con mayor grado de confesión y otras dejando claro que también esas emociones profundas y debilidades inevitables son, al fin y al cabo, un sentir compartido, un nexo que nos arrastra a todos al mismo nivel, sin importar el dinero, la clase social o la educación.

El diagnóstico y la terapéutica

 

            El amor es una enfermedad de las más jodidas y contagiosas. A los enfermos, cualquiera nos reconoce. Hondas ojeras delatan que jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los abrazos, y padecemos fiebres devastadoras y sentimos una irresistible necesidad de decir estupideces.
            El amor se puede provocar, dejando caer un puñadito de polvo de quereme, como al descuido, en el café o en la sopa o en el trago. Se puede provocar, pero no se puede impedir. No lo impide el agua bendita, ni lo impide el polvo de hostia; tampoco el diente de ajo sirve para nada.
            El amor es sordo al Verbo divino y al conjuro de las brujas. No hay decreto del gobierno que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo, aunque las vivanderas pregonen, en los mercados, infalibles brebajes con garantía y todo.

Con el comienzo del nuevo siglo, ya a cierta distancia del exilio, le fueron concedidos muchos premios internacionales, especialmente Doctorados Honoris Causa por universidades latinoamericanas. Además, recibió el Premio Casa de las Américas en 2011 y el Premio Alba de las Letras en 2013. En muchas ocasiones, se ha dicho de su forma de narrar —ya “escribir” ciñe demasiado— que se trata de una prosa poética. Las razones, aquí, son obvias.


La noche II

 

            Arránqueme, señora, las ropas y las dudas. Desnúdeme, desdúdeme.


Eduardo Galeano

En 1989, publicó El libro de los abrazos, uniendo en el título dos palabras cuyos significantes están llenos de grandes y múltiples significados. De esta obra son los breves relatos que han ido conformando la entrada que ha tratado de ser un humilde recordatorio a la figura de un autor tan grande como demostró ser Eduardo Galeano. Tocó despedirlo el 13 de abril, el mismo día que a otro potente representante de la literatura, el alemán Günter Grass. Pero, a pesar de esas pérdidas y de lo que ello significan para la cultura de las palabras y la expresión, el libro elegido para esta despedida ha sido un libro lleno de esperanza y voz, y el relato que pone fin habla de una suerte de muerte, pero no del adiós.

La pequeña muerte

 

            No nos da risa el amor cuando llega a lo más hondo de su viaje, a lo más alto de su vuelo: en lo más hondo, en lo más alto, nos arranca gemidos y quejidos, voces de dolor, aunque sea jubiloso dolor, lo que pensándolo bien nada tiene de raro, porque nacer es una alegría que duele. “Pequeña muerte”, llaman en Francia a la culminación del abrazo, que rompiéndonos nos junta y perdiéndonos nos encuentra y acabándonos nos empieza. “Pequeña muerte”, la llaman; pero grande, muy grande ha de ser, si matándonos nos nace.


Seguiremos leyéndole,

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