18 junio 2015

Nadie debería irse a dormir – Álvaro Abad

Álvaro Abad es el pseudónimo que ha estrenado Gonzalo Torné, autor de obras como Lo inhóspito (Debolsillo, 2007), Hilos de sangre (Literatura Random House, 2010) y Divorcio en el aire (Literatura Random House, 2013), para publicar esta primera novela negra en un cambio de registro inesperado. Además, el escritor barcelonés, y desde hace tres años director adjunto del Invisible College, ha traducido a William Wordsworth, Samuel Johnson y John Ashbery, con lo que eso conlleva.

Nadie debería irse a dormir de Álvaro Abad,
imagen de cubierta

Nadie debería irse a dormir (Roja y negra, 2015) arranca con Norberto Obanos, empresario vinícola además de dueño de unas bodegas de tradición familiar, y sus problemas con un misterioso grupo que parece tenerlo amenazado. Como ya anticipan en la sinopsis de la contra (aquí no se desvela nada), a las pocas páginas hallan el cadáver de Obanos en su despacho tras grabarse realizando una breve llamada en la que nombra a Medusa y poco más.

Eso es motivo suficiente, en apariencia, para sacar de su retiro a Trejo, un policía jubilado hace relativamente poco tiempo que trata de acostumbrarse a su nueva vida en una pequeña ciudad de Navarra, alquilando películas antiguas y cuidando cactus.

Perspicaz, inteligente, analítico y con un nivel de empatía hacia los demás algo precario, Trejo, solo Trejo, a secas, es uno de esos personajes de los que la mayoría de la gente huiría si fuese una persona real pero que consigue despertar la atención del lector y, a pesar de sus manías y falta de tacto, logra su simpatía, que no caerle simpático.

La relación con Irina, una hija a la que no le ha dado su apellido y de la que se distanció durante años para protegerla, es uno de los grandes puntos a favor de Nadie debería irse a dormir. Un policía de métodos poco comunes y menos convencionales, un héroe para muchos compañeros y futuras generaciones del gremio, que se dedicaba a cazar “a los monstruos” en una zona convulsa de un país aletargado. Una chica que no ha cumplido los treinta, comprometida socialmente en la lucha, con piercings e ideales, digna hija de su padre. Diálogos cargados de significados inferidos, conversaciones sobre la actualidad —real— de esta sociedad en crisis, ahogada por la corrupción y la pasividad.


“Así llegaron a una zona del parque desde la que se veía la calle, y lo que vieron pasar fue una pequeña manifestación con una pancarta donde habían escrito consignas variadas contra los recortes en sanidad. No eran más de veinte personas, y no parecían creer en el futuro de sus protestas, como si su pensamiento se proyectase ya hacia lo que les depararía la tarde una vez volviesen al domicilio privado.
            —Qué pena. Cuatro gatos. No pasa una semana sin que recorten, sin que las cosas se pongan peor y peor, pero es como si no ocurriese nada. ¿Dónde están los ciudadanos? ¿Me lo puedes explicar, Trejo? Es como si sólo pudiesen hacer algo juntos cuando se trata de ver deporte. Si todos esos espectadores que acuden a los campos con sus bufadas saliesen cada domingo a protestar…
            —En el estadio les dan lo que han ido a buscar. Y se lo dan al momento. En noventa minutos. Y luego pueden volver a casa tranquilos, sin cabos por atar. Ni siquiera las derrotas son demasiado dolorosas, a la semana siguiente tienen otro partido. Pero estas manifestaciones… Cuesta demasiado que tengan un efecto práctico. Tienes que venir un día, semanas, meses… Los que mandan saben que la vida de todos es demasiado corta, que los manifestantes no invertirán demasiado de su tiempo en la militancia, y que tampoco se atreverán a romper nada…
            —Y si se atreviesen a romper algo enseguida aparecerían por ahí los tuyos, tú y tu gente.
            —¿Los míos? ¿Se puede saber quiénes son los míos? Pensaba que querías hablar en serio… ¿Sabes por qué disfrutamos de esos subsidios, de tus becas desaprovechadas y de mi seguro médico? Porque en el año 75 la gente se sentía corresponsable de haber derrotado al fascismo y quería una recompensa. Y toda esa gente que movía el dinero estaba asustada de que si el paro volvía a ser general la economía se asfixiaría. Tenían miedo de lo que miles de ciudadanos sin nada que perder podían hacerles, cuando las personas están desesperadas calculan mal, son capaces de arriesgar su vida, de soportar grandes sufrimientos, y entonces es cuando damos miedo de verdad. Tenemos demasiado que perder todavía, hacemos demasiados cálculos. Nos ven como un cuerpo agonizante y van a seguir recortando el sistema público hasta que les demostremos que estamos vivos.
            —Gracias por la lección de historia, profesor. Pero volvamos al punto de partida. ¿Qué quieres que hagan? Sabes que si intentan algo en serio, incluso si no es demasiado violento, los tuyos los reprimirán.
            —¿Por qué dices otra vez los míos? Te equivocas de enemigo. Mi generación pensó que si seguíamos engordando en la abundancia nos volveríamos fofos y blandos, que perderíamos fuerza y efectividad. Teníamos miedo de que los chinos y los indios nos pasaran por delante. Hace menso de cinco años la gente todavía pensaba que los latinos y sus hijos iban a quitarles el trabajo. Nada de eso. Ha sido nuestra propia clase pudiente la que nos ha puesto el pie en el cuello. Pensábamos que la lucha de clases había terminado, pero ha vuelto con fuerza, nos ha cogido con el pie cambiado, y resulta que vamos perdiendo. No se trata de policías y ladrones, eso no tiene ninguna importancia. Es algo completamente insignificante.”


Y si Irina es su flanco débil, Trejo va desarrollando otro, su relación de extraño pupilaje con el joven policía novato Carlos Piminchumo, un chico peruano al que elige como ayudante y aliado silencioso en la comisaría de Bilbao, donde tiene lugar la investigación del caso Medusa. Y también es a través de sus encuentros y conversaciones con él que el lector va viendo un poco más de Trejo.


“Trejo se quedó mirándole fijamente. Carlos se sobresaltó al ver cómo aquella cara fría pero que se las arreglaba para resultar afable se transformaba de repente en un rostro afilado. Por primera vez entendió una expresión que había leído muchas veces en los libros sin poder asociar a una imagen real: que te traspasen con la mirada. Carlos no soltó el aire hasta que comprobó que Trejo estallaba en una risa estridente, fresca.
—¿Y qué cara ha puesto? No me lo digas. Me lo imagino. Muy bien, Carlos. Muy bien.
Trejo se acercó hacia los cactus y puso la mano sobre las púas con cierta fuerza, como si se castigase por la pérdida de control. Insistió en presionar como si quisiera dejarse una marca, un recordatorio de lo que había pasado y no quería que volviese a suceder.”


Incluso los intercambios de información —o no— con su jefe administrativo, Zubioca, el hijo de su compañero y mejor amigo fallecido en una misión años atrás, o con el inspector Sebastián, un miembro del cuerpo al que desprecia, son un vehículo más para descubrir otros ángulos, nuevas luces bajo las que observar a Trejo. Así que, al final, el retrato robot, el perfil psicológico a lo Criminal Minds que se va creando durante la novela no es el de Medusa o el asesino que se pueda esconder bajo ese pseudónimo, sino el del propio protagonista, Trejo.

Y ahí el autor vuelve a conseguir ese efecto que ya consiguió en Divorcio en el aire, por ejemplo, la sensación de estar viendo cómo un lienzo en blanco recibe trazos del carboncillo en apariencia aleatorios que terminan generando una imagen de la personalidad del protagonista tan completa que resulta hasta íntimo.

Además Gonzalo Torné, que aquí ejerce de Álvaro Abad, demuestra una capacidad cómoda para mantener un estilo diferente al de sus anteriores novelas a lo largo de toda la narración. Sin embargo, se deja ver en el brillo de algunas descripciones que recrean con inmediatez y no con sopor, en la pasión que desprenden los personajes a través de los diálogos (aunque a veces sea justo por lo contenido y no siempre por la verborrea de Trejo) o la sonrisa que le sonsaca al lector a través del comportamiento irreverente de sus protagonistas, que tienen una puntería infalible para herir los sentimientos de los demás.


            “A Trejo se le fue la vista a la cuneta. Unos carteles iluminados daban indicaciones sobre la velocidad, las poblaciones y la distancia. Los hermosos nombres vascos conducían a desvíos, a una red de carreteras secundarias, hacia bolsas de sombras donde se ocultaban los árboles verdes, las montañas onduladas, las casas agradables en disposiciones armoniosas. Todo dormía oculto tras una tenebrosa piedad.”


En definitiva, más de trescientas páginas que este verano os tenéis que leer, y no es una recomendación objetiva, sino una opinión formada tras haber disfrutado de una historia de crímenes sin disparos en la que el título adopta sentidos inesperados.

Trejo es todo un personaje al que el lector querrá volver a encontrar en futuras historias, porque su carisma corrosivo tiene la fortaleza de si no la honestidad —miente igual que respira— sí de la justicia. Y de esta última nos sentimos huérfanos unos cuántos.

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