Juanjo Braulio, periodista y escritor valenciano, es autor
de La escalera de Jacob (2004) y En Ítaca hace frío (2014). La primera de
ellas es un compendio de varias de sus columnas de opinión y la segunda viene
marcada por los años que pasó en Suiza, donde estudió Enseñanzas Artísticas en
la Sankt Eskils Skola de Skilstuna. Su experiencia en los medios de
comunicación, sin duda, ha de haberle ayudado para escribir esta nueva obra,
una novela negra con un poso de crítica social nada despreciable.
El silencio del pantano, si no es la novela negra del año, desde luego está entre las mejores. Edición no venal cortesía de Ediciones B. |
Hablar
sobre el argumento de El silencio del pantano (Ediciones B, 2015) implica explicar
cómo es su estructura interna o, al menos, parte de ella. Es decir, hay que
dejar claro desde un principio que esta novela negra narra dos historias
paralelas en la Valencia de la actualidad. La primera sitúa a Q, un misterioso escritor y ex
periodista, en plena elaboración de su tercera novela. Y es en esta donde se
desarrolla la segunda trama, la protagonizada por el brigada de la Guardia
Civil David Grau.
En la
realidad de Q, que el lector escuchará en tercera persona pero en presente, ha
desaparecido un profesor de universidad y exconseller
Ferrán Carretero. Con él, además,
parece haberse esfumado un lápiz de memoria USB que obraba en su poder y que
contiene algo por lo que muchos estarían dispuestos a todo.
“No es fácil mover al inconsciente y
orondo catedrático. Suda en abundancia cuando su víctima, por fin, está sobre
la mesa del comedor, tendido boca abajo, totalmente desnudo y con las piernas y
los brazos bien amarrados a las patas del mueble. Estas, a su vez, están
atornilladas al suelo. Preparó la casa hace semanas y, por ello, todo está
cubierto con trozos de hule. Va a haber sangre y la sangre deja rastros que la
Policía puede encontrar. La imagen de las carnes fofas del exconseller le recuerdan las palabras que Marguerite Yurcenar
imaginó en Memorias de Adriano: «Es
difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la
calidad de hombre.» Más que difícil, aquí es imposible ver en este maduro
caballero —desnudo y atado— al orgulloso responsable político de hace unos
años. De esta guisa no hay ni rastro del vistoso ejemplar de la casta de los
gobernantes. Ahora no es culto, ni rico, ni orgulloso. El digno guardián del
poder ya no tiene casi nada y él está a punto de arrebatarle lo poco que le
queda.”
Mientras,
en la ficción del brigada David Grau, no ha desaparecido nadie, sino que ha
sido hallado un cadáver en uno de los márgenes del río Turia, dentro de un saco
con varios animales según la poena cullei.
El cuerpo pertenece a Xavier Ros,
profesor de instituto y antiguo concejal del Ayuntamiento de Valencia por el
Partido Comunista.
“Los tres buzos ya tenían puestos
los trajes de neopreno y esperaban sobre la pasarela de hormigón que cruzaba el
río. Guardias jóvenes de espaldas anchas, cintura de abejorro, brazos como dos
sacos de pelotas de tenis y culo respingón. Bajó la mirada y se concentró en
dar una buena calada para borrar de su cara el cartel que creía tener en la
frente y donde decía, en mayúsculas: «SOY DAVID GRAU; BRIGADA DE LA
UNIDAD CENTRAL OPERATIVA DE LA GUARDIA CIVIL Y, ADEMÁS, MARICA.»”
Al
igual que ambas historias tienen un protagonista y una posible, si no certera,
víctima, las dos presentan también multitud de personajes que les dan entidad y
conforman un escenario más allá de las descripciones que Juanjo Braulio pueda
hacer del entorno. Sin embargo, cabe destacar la figura que en cada una de
ellas hace resaltar tanto la de David Grau como la de Q.
El
escritor es una persona solitaria, inteligente, culta y trabajadora. Todos lo
consideran un buen hombre y no solo lo aprecian, sino que lo admiran. Mientras
que Falconetti, matón a sueldo y
personaje abiertamente antagónico desde el comienzo, comparte algunas de esas
características como la soledad y el ingenio, pero difiere mucho en la imagen
que proyecta a los demás, llena de agresividad y violencia. Pero, con toda
probabilidad, la diferencia esencial entre ellos sea su origen, ya que uno
proviene de una familia “normal” y el otro, de una que lo convirtió en quien es
ahora.
“[…] Al girar a la derecha sonríe como si se
le hubiera aparecido la mismísima Virgen de los Desamparados en pelotas y con
un consolador en la mano: las luces blancas de un coche que sale marcha atrás.
Pero hay otro con el intermitente puesto esperando a que el primero acabe la
maniobra. Se la suda. Pega un volantazo y se cuela en el sitio ante la mirada
atónita de la chica que pensaba aparcar en su lugar. La muy zorra empieza a
tocar el claxon y a escupir insultos que ni siquiera se molesta en oír. Sale
del coche, se quita las gafas de sol y la mira. No más de tres o cuatro
segundos. La cicatriz que le baja desde el lado izquierdo de la frente hasta la
mitad de la mejilla y el ojo deformado hacen su trabajo. A pesar de la
distancia huele el miedo. La muchacha se va a buscar aparcamiento a otra
parte.”
Por su
parte, el guardia civil licenciado en Historia del Arte, homosexual, prudente y
a veces cómico, tiene a su lado al subteniente Víctor Manceñido. Este, al igual que su subalterno, proviene de una
familia de guardias civiles desde hace generaciones, entró en la Benemérita
cuando eso de votar era algo que salía en las películas de ciencia ficción, las
nuevas tecnologías le son ajenas y todavía colorea sin pudor a las personas
según su ideología. “Políticamente correcto” no es una expresión que se pueda
aplicar para hablar del subteniente Manceñido, sin embargo, se trata de un buen
hombre y Grau sabe apreciarlo al igual que éste hace con él, quien quizás lo
hace incluso más. Ambos son personajes con los que el lector puede empatizar
fácilmente, porque tienen debilidades, curiosidades, momentos de tremenda
espontaneidad y demuestran ser humanos por muy representantes de arquetipos
prefabricados que sean.
“—¡Así acabaré yo, Grau! ¡Con lo gorda que
está mi Rosi, la única manera de que quepamos los dos en la tumba si ella palma
primero será conmigo hecho cenizas y que me espolvoreen como si fuera el azúcar
de un pan quemado, porque ni para la urna va a dejar sitio! ¡Me cago en mi puta
calavera negra! ¿Qué nos queda pues?”
Como
mención especial, pero sin ánimo de desvelar nada, el elenco de personalidades
valencianas que conforman el grupo de “Los
de Siempre”, de antes, de ahora y sin atisbo de duda de mañana. Estos, en
parte ficticios —y, en otra parte, bastante reales—, son el foco de la crítica
que sin ambages realiza Juanjo Braulio sobre la sociedad valenciana.
“Son «Los de Siempre» y no puede
mitigar el desprecio que le producen. Son siempre los mismos los que mandan. Y
lo han hecho desde hace generaciones. En la política, en las empresas, en la
universidad y hasta en las Fallas son ellos los que deciden. A ellos casi nunca
les van mal las cosas. Son los habituales de los restaurantes caros, del Club
de Tenis, de la Hípica, del Real Club Náutico. Son de abono anual al Palau de
la Música y pase al palco VIP en el estadio del Valencia Club de Fútbol. Gente
de verano en Denia o Jávea (nada de Cullera o Gandía que eso es de pobres),
invierno en Baqueira y Semana Santa en crucero. Pero también son los que mandan
en los sindicatos y en los partidos que se dicen obreros, comunistas o la
sandez que elijan para cada ocasión. Los de Siempre: envueltos en una modestia
tan falsa como los ideales que dicen defender que despliegan ante los ojos de
la inmensa mayoría como chucherías para el cerebro. Comprometidos defensores de
los humildes que son hijos de buenas familias de toda la vida. O dignísimos
representantes del neoliberalismo que siguieron el consejo de aquel que dijo
que fue de izquierdas hasta que ganó dos millones de pesetas en una semana y le
dijeron que Hacienda quería la mitad. Los de Siempre son los que mandan. Los
que han mandado desde que el mundo es mundo y todos, todos, quieren ser uno de ellos.
También él. Y lo sabe. Y se odia por ello.”
Tanto
la historia de Q como la de Grau se desarrollan en Valencia, la provincia, y los personajes se mueven con soltura por
sus pueblos y barrios, fácilmente reconocibles no solo para los propios valencianos,
sino para cualquiera con un mínimo de inquietud informativa, dada la
transcendencia que supone el hecho de que Valencia sea la tercera provincia más
poblada de España, donde además muchos encuentran ocio y descanso durante los
días de asueto.
En Gestalgar
encuentran el cadáver de Xavier Ros, en El Cabañal está el bar Flor donde
Falconetti recibe las órdenes y también está la casa de Q, en el campus de
Tarongers de la Universidad de Valencia es donde está la facultad de Económicas
en la que impartía clases Ferrán Carretero.
Y,
además, el escenario también es la razón que da sentido al título, El silencio del pantano, puesto que
cuando la fundaron los romanos Valencia era una isla rodeada de agua salada.
Con el tiempo, la tierra fue cerrando el paso al mar en lo que hoy se conoce
como El Saler y se formó la famosa Albufera, ya de agua dulce. Lo que supone
para el protagonista que bajo toda esa arena sigue existiendo un pantano y
éste, con sus ciénagas, criaturas, oscuridad y hasta cierta ponzoña, es el que
da como fruto la idiosincrasia valenciana.
“También le revienta —en especial
cuando habla con madrileños— eso de que Valencia sea una ciudad marítima. Nunca
lo ha sido. Es una urbe fluvial construida sobre un descomunal pantano. Y que
el pantano no se vea no quiere decir que haya desaparecido.”
Esa
idea ya la describió Vicente Blasco Ibáñez, de forma excepcional, como reconoce
Q. Y la del autor de Cañas y barro, Arroz y Tartana o La araña negra, no es la única mención literaria que aparece. El
misterioso novelista hace referencia en varias ocasiones a grandes escritores
del género detectivesco o decididamente negro: Rippley de Patricia Highsmith,
Adso de Melk de Umberto Eco en El nombre de la rosa o el mismísimo Sherlock
Holmes de Arthur Conan Doyle. Pero no se pueden obviar la similitud con ese
característico azar con el que Paul Auster entrelaza historias ni la particular
relación de su obra con una ciudad o entorno.
El autor, Juanjo Braulio, en una imagen del fotógrafo ©Alex Pagán |
El
estilo que despliega aquí Juanjo Braulio es sencillo, pero agradable. Opta por
acercar la voz del narrador a la que podría ser la del personaje que en ese
momento está protagonizando la escena. Construye frases de cierta complejidad
sin retorcer demasiado el sentido ni caer en el abuso de recursos manidos. De
hecho, en algunos pasajes se puede apreciar el poso que deja el periodismo al
saber que se tiene un público y cómo reaccionará éste ante determinados temas.
“Cuarentones que corren en un día laborable
en horario de trabajo. Corren para huir de lo que dejaron atrás. ¿Una
generación perdida? Ojalá. Al menos, tendrían cierto glamour literario tras la
estela de Hemingway, Dos Passos o Scott Fitzgerald. No, son solo una generación
jodida. Son los hijos de los que trabajaron la Transición. No los que la
hicieron. Esos fueron los niños ricos de buena familia que iban a la
universidad y que se lo pasaron en grande, como decía Ismael Serrano,
estropeando la vejez al oxidado dictador que aquí tocó en suerte, cantando «Al
vent» y colocándose —entonces con porros— y, después, colocándose bien para
seguir cortando el bacalao en la parte alta del cañaveral, como hicieron sus
padres y sus abuelos. Ellos, los que corren, jugaban al fútbol con un balón
viejo en aquella Valencia de descampados donde no había más jardín que el de
Viveros ni más porterías para tirar penaltis que las que se improvisaban con
las mochilas del colegio contando diez pasos largos entre una y otro; que
hicieron los cuadernos de Vacaciones Santillana; que veían los sábados a
mediodía Mazinger Z y Comando G; que se rieron las nocheviejas
con Martes y Trece; que hicieron el BUP y el COU, que sufrieron la
selectividad, los numerus clausus, el
trabajo en un bar o en la empresa donde está mi padre en verano, la objeción de
conciencia y las becas sin cobrar. Que soñaban con un ordenador Spectrum de 48
K y se compraron una PlayStation 3 para ellos con la excusa de que era para sus
hijos. Que llegaron, como pudieron, a donde sus padres no lo habían conseguido.
Que se creyeron –que nos creímos, piensa— que por no trabajar con una azada, no
pasar el moco o no cargar cajas como sus mayores ya eran de clase alta y podían
bailar con el resto de las cañas en lo alto del cañaveral el vals mudo del
pantano. Ahora, pasados los cuarenta, no reconocen su propia cara sonriente en
la orla universitaria que luce en la antigua habitación que compartían con su hermano
en el piso de sus padres, junto a…”
En
conclusión, ¿os apetece leer una novela en la que la crítica se centra en una
ciudad pero puede aplicarse, hoy por hoy, a muchas otras y que, además,
mantiene la atención del lector gracias a una serie de incógnitas que van
perfilándose cada vez más insospechadas? Si ese es el caso, no podéis dejar
pasar la oportunidad de leer El silencio
del pantano y arriesgaros a simpatizar con personajes que no son
precisamente santos.
@rpm220981
rpm.devicio@gmail.com
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