Franz-Olivier
Giesbert, nacido en Estados Unidos pero afincado desde niño en Francia, es
director del semanario Le Point y autor de varias novelas como L’Affreux (1992), La Souille (1995), L’Immortel
(2007) o Un trés grand amour (2010),
entre otras. Con ellas, ha ganado el Gran Premio de Novela de la Academia
Francesa, el Premio Interallié y el Premio Duménil. En 2012 publicó La Cuisinière d’Himmler y obtuvo tal
éxito entre crítica y lectores que los derechos de traducción han sido vendidos
a varios países, llegando hasta el nuestro. Primero, a través de Alfaguara (y
se nota) y ahora con punto de lectura.
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La cocinera de Himmler, imagen de cubierta |
Rose es
una peculiar anciana que, a punto de cumplir los ciento cinco años, empieza a
barajar la posibilidad de morirse y decide escribir sus memorias. De ese modo, la
voz narrativa de la novela —la de ella, la propia Rose— va intercalando escenas
de la época actual (2012) en Marsella, donde posee y dirige un restaurante
famoso por su estupenda cocina, con el desarrollo en orden cronológico de su
vida, desde su nacimiento y corta infancia en “Kovata, capital de la pera y
orinal del mundo” (Turquía) hasta los días que están por llegar.
“El día de mi nacimiento, los tres personajes
que iban a arrasar la humanidad ya estaban en este mundo: Hitler tenía
dieciocho años, Stalin, veintiocho, y Mao, trece. Había caído en el siglo
equivocado: el suyo.”
Decir
que la suya ha sido una existencia complicada sería un eufemismo. Sin embargo,
el humor con que Rose relata, en primera persona, su historia pasada y presente
y el sentido práctico que demuestra casi
siempre hacen que la lectura de La
cocinera de Himmler (punto de lectura, 2015) se convierta en una sucesión
de risas y sonrisas.
“Hasta mi último aliento, e incluso después,
no creeré en nada salvo en las fuerzas del amor, de la risa y de la venganza.
Son ellas las que han guiado mis pasos durante más de un siglo, a través de las
desgracia, y francamente, nunca he tenido que arrepentirme, ni siquiera hoy,
cuando mi viejo cuerpo me está fallando y me dispongo a entrar en la tumba.
Debo decirles en primer lugar que no tengo
nada de víctima. Por supuesto estoy, como todo el mundo, en contra de la pena
de muerte. Salvo si soy yo quien la aplica. Y la he aplicado alguna vez, en el
pasado, tanto para hacer justicia como para sentirme mejor. Nunca me he
arrepentido.”
Rose es
la protagonista absoluta, cualquier otro personaje —con excepción de Teo, su
Pepito Grillo— no dura más de veinticinco páginas. Y aunque hay un total de cincuenta
capítulos, prólogo, epílogo y recetas, solo son 340 páginas a repartir entre ciento
cinco años en los que suceden muchas cosas. Además, la verdad es que la gente
le dura poco: o se mueren o los matan… o ella se aleja y después mueren. Un
siglo entierra a cualquiera, menos a Rose.
“Esa tarde encontré al ser que cambiaría mi
destino y que me acompañaría en cada instante de los años siguientes. Mi amiga,
mi hermana, mi confidente. Si nuestros caminos no se hubiesen cruzado, quizás
habría acabado muriendo, roída sin piedad tanto por el resentimiento como por
los piojos.
Era una salamandra. La había pisado. Las
manchas amarillas de su cuerpo eran particularmente brillantes, y deduje que
debía de ser muy joven. Nos comprendimos desde la primera vez que nos miramos.
Después de lo que yo le acababa de hacer, jadeaba con fuerza y leí en sus ojos
que me necesitaba. Y yo la necesitaba también.”
“Hice unos agujeros en la tapa para que
pudiese respirar y le di un nombre: Teo, diminutivo de Teodora Comnena, la
princesa cristiana de Trebisonda cuya belleza celebra la posteridad desde el
siglo XV.
Mi caja con la salamandra me acompañaba a
todas partes, hasta al retrete. No podía estar sin Teo: era a la vez mi tierra,
mi familia, mi consciencia y mi álter ego. Me sermoneaba a menudo y yo no me
privaba de responderle. Teníamos mucho tiempo para hablar.”
A pesar
de todo, ha tenido una vida plena, tanto en alegrías como en tristezas, llena
de gozos y sufrimientos. Fue esclava sexual a los ocho años, tras el holocausto
armenio —pueblo al que ella pertenece—, mendigó a los doce, volvió a enamorarse
a los diecisiete de un hombre, cenó con el Führer antes de los cuarenta. Fue
madre, enviudó, se casó, tuvo amantes, enviudó y volvió a enviudar sin haberse
casado. Se enamoró de hombres y mujeres, los disfrutó —y disfruta— sin reparos,
separando sexo de amor y de pasión.
“El deseo es demasiado fuerte, no puedo
evitar fijarme en Mamadou y en Leila mientras ponen las mesas. Del primero me
gustan sobre todo los brazos y las piernas, que me recuerdan las de su madre.
De la segunda me fascina su trasero, el más hermoso de Marsella. Es como un
tomate pulposo de piel tersa. Con más de cien años, me dirán que ya no tengo
edad, pero no me importa, siento un cosquilleo interior cuando los miro: son
dos auténticos cantos al amor.
Todavía encuentro amor en las páginas de
contactos que visito por las noches, en Internet. Sólo es virtual, por
supuesto, pero me sienta bien. Hasta el día en que, atrapada mi presa, acepto
con desgana quitarme el velo: hay que ver la cara de susto que se les queda a
los hombres cuando por fin me ven, después de haberles hecho suspirar durante
un tiempo.”
“Dentro de dos o tres años, cuando el hombre
haya invadido al niño y se convierta en una bola de pelos y deseos, me gustaría
que me abrazase, que me estrechase con fuerza, que me hablase con crudeza y me
diese un buen meneo. No pido más. Sé que a mi edad suena incongruente e incluso
estúpido, pero si tuviésemos que expulsar todos nuestros fantasmas de la
cabeza, no quedaría gran cosa dentro. Alguno de los diez mandamientos nadando
en zumo de cerebro y poco más. La vida sería pura muerte. Lo que nos mantiene
en pie son nuestras locuras.”
Hablar
ya del estilo narrativo de Franz-Olivier Giesbert, tras leer estas citas,
quizás resulte superfluo, al contrario que mencionar los escenarios, puesto que
estos pueden revelar más de lo necesario. Baste decir que la protagonista se
mueve por tres continentes, lo demás es Historia conocida.
En
cambio, se hace casi obligatorio decir que La
cocinera de Himmler es un canto a la vida, en contraposición a tanta
tragedia, ya que Rose nunca llega a perder del todo esa energía para continuar
hacia delante. Es una historia de venganzas, sí, pero también de amor, de
entrega y lucha. Sin olvidar esa costumbre, quizás apegada a pueblos
mediterráneos, de tener presente la comida incluso en los peores momentos,
porque es requisito indispensable para sobrevivir. Por eso, esa veneración a la
vida se transmite también a través de la gastronomía, muy presente en la obra.
Rose es
una superviviente y sus palabras, además de un juicio de valor realizado con el
derecho que otorga padecerlo, son una crítica dura a la humanidad supuestamente
civilizada del siglo XX.
Así que
si quieres reírte con el sentido del humor que despliega Franz-Olivier Giesbert
a través de Rose en una, por momentos, disparatada aventura de vida que
consigue exponer la barbarie y la miseria padecidas durante las guerras y las
dictaduras totalitarias que le robaron los ideales existenciales al mundo
civilizado durante el siglo XX, entonces, no puedes dejar de leer La cocinera de Himmler.
Leed, reíd y disfrutad,
@rpm220981
rpm.devicio@gmail.com
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