Es la
tercera novela de Gonzalo Torné, tras Hilos de sangre (Literatura Mondadori, 2010), con la que ganó el Premio Jaén de
Novela, y Lo inhóspito (Debolsillo, 2007).
Además, este licenciado en Filosofía y Estética ha publicado el ensayo
literario Los tres maestros (Debate,
2012) y es traductor y editor de grandes figuras de la poesía como son (en
tiempo indeterminado) William Wordsworth, John Ashbery y Samuel Johnson. Y todo
eso se nota al leer Divorcio en el aire (Literatura
Mondadori, 2013), y se nota mucho.
Torné
utiliza como voz narrativa en primera persona un largo mensaje de Joan Marc
Miró-Puig, de los Miró-Puig de toda la vida, que sabe distinguir el azul
pervinca y al que de niño le ponía el desayuno una mujer contratada de vaya a
saber usted qué país subdesarrollado y a quien se niega a tildar de doncella,
por una condescendencia mal interpretada como respeto. Aunque, bueno, los
avatares de la vida, injusta como descubre dolorosamente Joan Marc que es, lo
llevan por caminos tortuosos donde la amenaza de trabajar para poder comer se
cierne sobre su persona con la mirada pérfida de quien sabe que va a merendarte
con patatas fritas grasientas en cuanto den las cinco en punto, aunque sea la
hora del té.
Ese
mensaje de unas 305 páginas de aproximadamente 14x23, con solapas y un óleo de
Gonzalo Goytisolo como imagen de cubierta, va dirigido a su segunda mujer, la
de Joan Marc, que acaba de dejarlo. Ella es Clara, la protagonista de Hilos de sangre, aunque de su personaje
no sabemos nada en esta novela, salvo lo que el protagonista y narrador va
dejando caer de forma muy escasa, porque en realidad se centra en su propia
vida, particularmente, en su relación con Helen, una americana que tuvo el
honor de haber sido su primera mujer.
Dentro
de los límites que consiente la insinuación ajena a la superficialidad pero sin
destripar, sí toca comentar tres puntos con hilo absorbible de esta historia de
incisos sin cortes, llena de comentarios lacerantes capaces de dibujarte la
sonrisa a tajos.
El
primero de esos puntos a base de colágeno y monofilamentosa, integrados
perfectamente en el organismo de la obra, son los personajes. Todos son
mostrados a través del juicio y prejuicios de Joan Marc: Helen, una
estadounidense muy Marilyn Monroe con su propia Norma Jean al fondo de la taza,
entre los posos del café; Pedro Serrucho,
el compañero de la infancia que ni le caía bien pero estaba ahí todos los días
y que unos treinta años después se cuela en el paisaje de nuevo para poder
reestablecer esa simbiosis ya algo patética de apoyo mutuo; la madre hasta
arriba de pastillas, la hermana a quien él ve como el ser más abyecto de la
historia pero por quien siente un cierto apego derivado de lo que cree
compasión, aunque más bien sea el alimento de una vanidad que pretende desbordar
la mismísimas tapas del libro; el cuñado Mauro Popo, accesorio sin voz ni voto
de su hermana; Eloise, a quien hay que descubrir; sin ayudas; el padre, la
figura de Clara, presente en cada página pero en ninguna…
Y, ante
todos ellos, como personaje por excelencia y sin parangón dentro de la historia
está Joan Marc, un individuo que hace agradecer —a quien toque— la necesidad de
una boca para poder reproducir los pensamientos y que, por lo general, antes
pasen un filtro que anula la expresión de la mayoría. Es decir, un tipo
egoísta, engreído, cargado de prejuicios y políticamente muy incorrecto, que
suelta perlas explosivas por menos de nada.
“El doctor me llamó por mi nombre y con un mando que parecía de juguete bajó la luz y empezó a pasar diapositivas con gráficos y dibujos del corazón. Valoré el sentido general de la puesta en escena, un punto a favor de la sanidad mutualicia, pero seguía demasiado asustado para captar los pormenores, las palabras revoloteaban disfrazadas de tecnicismos, y no pude ordenarlas en una disposición comprensible hasta que no di con el foco secreto de su perorata: aquel tipo me estaba regañando. […]
—Es como la mezcla de pelos, jabón y pieles muertas que emboza el desagüe de la ducha.Éste fue el ejemplo que puso el muy asqueroso, y yo le sonreí como si tuviese alguna familiaridad con esas guarradas.”
(Un pasaje donde, por momentos, lograr recrear a Woody Allen en una de las escenas de Hannah y sus hermanas)
Y, sin
embargo, Torné consigue no solo arrancarnos la sonrisa e, incluso, la carcajada
ante las salvajadas que dice con toda la naturalidad, y cargado de razones, el
dios griego que cree ser Joan Marc, sino que al final hasta se vuelve
entrañable. De dónde sale esa capacidad del ser humano para encariñarse hasta
con Hannibal Lecter, por no mencionar al terrible Pierre Nodoyuna, es un tema
que requiere de un profundo análisis. Misterios de la mente.
Aunque
la verdad es que existe una evolución, sin abandonar del todo el estilo
irreverente, en las percepciones y comentarios del narrador. Sigue siendo él,
pero el paso del tiempo, el desgaste del cuerpo y la salud, el abandono de las
fuerzas y la suma de los fracasos parecen hacer mella en su visión de la vida y
le suministran una inyección de humildad en vena que lo enfocan hacia una conciencia más profunda de la expresión latina carpe diem. Y ese sería otro de los
puntos importantes, los temas tratados y la disección de ciertas conductas
humanas; cómo el autor, con la impunidad y libertad que da un personaje como
éste, plantea sin dulces coberturas cuestiones que reducen al humano occidental
a un cúmulo de complejos, inseguridades y jugadas erróneas que el tiempo, en su
fluir sin retorno, no va a ofrecerle a nadie la oportunidad de enmendar.
¿Redimirse? Puede, pero recuperar ese momento, jamás.
Cubierta de Divorcio en el aire |
Además
del ineludible paso del tiempo, Torné introduce reflexiones en Joan Marc sobre
otros temas tan universales como las relaciones entre hombres y mujeres, la
idiosincrasia de ambos géneros y de los que existan entremedias, la
incomprensión y el vínculo intergeneracional, la unión interna con quienes han
sido coetáneos, la presencia constante del alcohol, la huella de la educación…
“Seguí pasando nombres, perfiles, era divertido cómo afrontaban las fotografías con las que se daban a conocer: encuadres complicados, coches que rezumaban estatus, fotogramas con lo que se ‘sentían’ muy ‘identificados’; me maravillaban las fotos de las chicas, alternando, las muy idiotas y coquetas, fotos con niños (tantas han parido, parece mentira, con lo distintas que parecían de sus madres y tías) y estampas en bikini bajo los azules de agosto que parecen extendidos en el cielo para vivificar el fondo de nuestros posados.
Ellos se cuidan de no enseñar las barrigotas por Facebook, pero en la playa llegan a acuerdos ventajosos con su sobrepeso; lo que ellas deciden ofrecernos después de doscientos disparos de réflex es la gustosa expansión maternal ovalándoles los pechos, las mejillas y las caderas, con el encuadre cortando justo donde la carne sobrepasa su baremo mental de lo tolerable.”
(¿Cruel? ¿Cuántos lo piensan así? Hasta existe un término para calificarlo, todavía no admitido siquiera como neologismo por la RAE, pero ampliamente utilizado: postureo)
Y, con
ciertos fragmentos narrados en Madrid y otras ciudades, pero la inmensa mayoría
en Barcelona, resta señalar el tercer punto, el grande, subjetivamente
hablando: la estructura y el estilo narrativo. En versión condensada, decir que
no tiene ni un solo capítulo y que no es un relato lineal. Pero la técnica que
utiliza el autor merece un poquito más de atención.
Torné
hace que los personajes entren y salgan de escena para mover al lector en
distintos momentos de lo que podría definirse como el supuesto tiempo
cronológico de la historia. La aparición o desaparición de Helen en la vida de
Joan Marc, por ejemplo, marca hitos que ayudan a regirse. La figura de Pedro Serrucho pertenece a un presente ya
pasado y los recuerdos de su adolescencia aparecen como eso, recuerdos. El
abandono de su segunda mujer vuelve a diferenciar entre un antes y un después.
Y, ya en las últimas páginas, el pasado y el presente se confunden en los
tiempos verbales, difuminando la distancia que pudiera separarlos.
Por
eso, en cuanto menciona a determinado personaje, el lector salta a esa otra
franja temporal sin necesidad de detener el flujo de la narración. El recurso
empleado para no perderse es parecido a lo que hacen los niños: el día que
fuimos al zoo, cuando me compraste el casco para la bici, un día después de
Navidad, la tarde que tomamos helado de chocolate con pistachos.
Todo
eso se ve reforzado por el estilo, de frases largas donde las comas son reducidas,
los puntos escasean y los puntos y a parte se han dado a la fuga. Pero no por
ello deja de comprenderse con total claridad, y ahí se anota varios tantos. Y
otros cuantos más que puede apuntarse por la adjetivación constante sin llegar
a resultar cargante ni mostrar un tono engolado.
Al
final, la historia de ese divorcio cuenta, pero es lo de menos. Lo realmente
valioso que aporta esta novela son esos tres puntos, por encima de otros
detalles. ¿Que Joan Marc, Juan, Johan, John —tantos en boca de los demás, pero
el mismo— es a menudo despiadado en sus pensamientos? Sí. ¿Que se necesita la
perspectiva del humor para tomárselo en serio y disfrutarlo? Sin duda. ¿Qué
merece la pena? Probad y nos contáis.
Seguid leyendo.
@rpm220981
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